Biblioteca Popular José A. Guisasola


Cuento» Dos hormigas y un carozo, de María Cristina Ramos

Había reunión de hormigas y de grillos; estaban también invitadas las abejas.

En el centro del salón grande, bajo una mampara de pétalos, ahí estaban todos.

En un costado, cubierto con una sábana casi transparente, reposaba el carozo.

Era grande. Para traerlo habían tenido que turnarse porque no había seis patas capaces de trasladarlo. Emilce había organizado el traslado; pidió a los hormigos más jóvenes que hicieran una hilera y sobre sus brazos hicieron rodar el carozo.

Luego hubo que agrandar el portal del hormiguero, porque no entraba como puede entrar un atado de trébol o una carga hasta el tope de flores de lavanda.

Para ese trabajo vinieron los grillos y, haciendo cucharita con sus patas, movieron montañas de tierra que quedaron junto a la entrada, como una cordillera.

Paso a paso, enlazándolo con una soga de sauce lo fueron entrando.

Y, una vez adentro, lo dejaron en el patio común, ese patio al que daban las casas de las hormigas y de las vaquitas de San Antonio. Al lado de la plataforma de los toboganes, estaba el carozo.

Los grandes discutieron mucho tiempo para decidir qué harían con él, pero no llegaron a ningún acuerdo; entonces se fueron a dormir. Como era verano y había mucho que hacer, poco a poco lo fueron olvidando. Pero las hormigas y los hormigos pequeños seguían entusiasmados.

Primero lo miraban con admiración y hasta con un poco de temor pero luego, cuando los hormigos grandes trajeron baldes de arena y le hicieron una base para que no rodara, ya se animaron a acercarse y tocarlo, a acercarse y trepar un poquito.

Unos días después, dos hormigas, Fina y Lili, subieron a lo alto del tobogán y en vez de deslizarse se sentaron a pensar cómo llegar a la cumbre del carozo.

Ese día no intentaron nada. Pero en los días siguientes, se juntaron con otros amigos a pensar cómo hacer del carozo un lugar de juegos.

—Hay que dejarlo rodar otra vez —decía uno.

—Hay que abrirlo en dos mitades y llenarlas de lluvia para aprender a nadar —dijo otra.

—No, me parece mejor si… —dijo Fina y mientras les explicaba hacía dibujos en su cuaderno. Emilce los miraba sonriente porque era lindo ver a hormigos y hormigas pensando y dibujando sus pensamientos.

Al día siguiente, Fina subió al tobogán con Lili. Desde lo alto de la escalera Fina tomó impulso y saltó hacia el carozo. Casi, casi se cae, se quedó abrazada al carozo y con un solo pie apoyado en una saliente. Lili se asustó y silbó que es lo que hacen las hormigas pequeñas cuando necesitan ayuda.

Otros chicos vinieron. Hicieron una torre de hormigas apoyando cada una sus pies en los hombros de la otra. Con doce hormigas en torre fue suficiente. La de más arriba acercó sus manos para que Fina se apoyara y pudiera trepar a lo alto del carozo.

Una vez arriba, Fina tendió su mano para que subiera la hormiga que le había ayudado y ella, tomada de la mano de Fina ofreció su pie para que trepara la que le seguía. Pero ni brazos ni piernas alcanzaron para ayudar a subir a la siguiente. Las tres que habían hecho cumbre se sentaron a mirar lo que desde allí se veía. Miraban y suspiraban, una a otra señalaba algo allá a lo lejos, y volvían a suspirar.

Cuando decidieron bajar, pidieron ayuda. Entonces Emilce subió por la escalera del tobogán, se estiró y dio su mano para que las hormigas alcanzaran, sin riesgo, el peldaño alto del tobogán.

Bajó Emilce, peldaño por peldaño, y luego Fina y sus amigas. Abajo, saltando y gritando, las esperaban los demás.

—¡Cuenten, cuenten qué hicieron allá arriba! —les pidieron.

—¿No da miedo estar tan alto?

—¿No sintieron mareos?

—¡Al principio creímos que se iban a caer!

Las que habían escalado contaron que desde arriba se veía hasta muy lejos. Una dijo que había alcanzado a ver mejor esas figuras blancas que flotan en el cielo. Otra dijo que le había parecido ver la cola transparente de un pájaro desconocido.

—Yo… —dijo la tercera— y todos hicieron silencio para escucharla, pero no dijo nada, aunque sonreía y no podía dejar de suspirar.

Organizaron entonces una excursión. Pidieron permiso a sus madres y consejo a Emilce y partieron al día siguiente, muy temprano. Volvieron rato después, cuando el sol caía. Traían grandes atados sobre la espalda. Juntaron todo en un taller donde otras hormigas tejían reposeras, hamacas y sillas plegables para la escuela.

En la siguiente mañana, bien temprano, comenzaron a trabajar. Con nudos casi invisibles añadieron tiras de junco, esas que son tiernas cuando verdes y muy resistentes cuando están secas. Armaron luego muchas escaleras y las ataron a un aro gigante y muy fuerte, de junco, también. Cuando terminaron se fueron a dormir.

Fina habló con Emilce y le contó lo que habían inventado.

—Necesitaremos ayuda de alguien que tenga mucha fuerza —dijo ella.

—¿Alguien como mi papá? —preguntó Fina.

—No, alguien que sea mucho más fuerte que las hormigas más fuertes.

Entonces fueron a buscar al cascarudo. Le explicaron de qué se trataba y a él le encantó saber que podría ayudar a armar un juego para sus amigas pequeñas.

Partió con la enorme carga sobre su espalda, llegó hasta el carozo y fue trepando, apoyando sus patas en las salientes, ayudándose con sus tenazas. Todas las hormigas miraban su esfuerzo y mordían un trébol de cuatro hojas para que el amigo no rodara por la pendiente.

Lenta y prolijamente, el cascarudo ubicó el aro en la parte más alta y dejó caer las siete escalerillas de junco que llegaban hasta el piso. Luego aseguró el aro con unos lazos de tallo de retama. Cuando terminó, se asomó para ver cómo caía cada una de las escaleras y saludó satisfecho. Todas las hormigas gritaron:

—¡Crisantemoooo! —que es el grito de triunfo de las hormigas.

El cascarudo bajó y todas las hormigas lo abrazaron.

Desde ese día, al volver de la escuela, las hormigas pequeñas corren y trepan, tiquitiquití, a la cumbre del carozo. Allí se quedan para ver el mundo desde arriba y descubrir otras maravillas. Si ven algo extraordinario en el cielo, como un arco iris o el vuelo de un cisne de cuello negro, todas, todas suspiran y gritan:

—¡Alelíiiiii! —porque ese es el grito de alegría de las hormigas.



FIN
En "Patitas y alas", Editorial Ruedamares.


Patitas y alas
María Cristina Ramos
Ilustraciones de Nora Jaime
A partir de 6 años
Tapa color ilustraciones en blanco y negro
80 páginas
Editorial Ruedamares


Un abejorro rescata a una abeja que ha caído en una telaraña, un grillo encuentra una estrella, un cangrejo junta hojas para construir una torre. En el bosque, un escarabajo cuida a una flor que no deja de crecer.
Nueve cuentos con pequeños personajes que corren riesgos, se divierten y descubren —entre otras piedras brillantes— lo lindo de la amistad.


Visto y leído en:

Facebook de la escritora María Cristina Ramos
https://www.facebook.com/enunclarodelmundo/
Editorial Ruedamares
http://editorialruedamares.ombushop.com/products/patitas-y-alas



“La lectura abre las puertas del mundo que te atreves a imaginar"

"Argentina crece leyendo"


Créditos: Garabatos sin © (Adaptación de Plantillas Blogger) Ilustraciones: ©Alex DG ©Sofía Escamilla Sevilla©Ada Alkar

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